miércoles, 4 de agosto de 2010

Pendientes (acepción dos)

Estefanía, el otro día, me dijo que se había hecho un piercing en el ombligo. Yo le confesé que, hace años, leí en una revista que cierta tribu que se perfora todo el cuerpo, justo ahí no se hace nada porque es peligroso. Desconozco si la anécdota es verdadera o no, porque es algo que alguien me contó que le contó alguien. Pero es eso lo que suelo decir en esos casos, porque no termina de parecerme bien que los adolescentes se hagan agujeros, en lugares no siempre higiénicos, y no lo digo por las partes del cuerpo, sino por los establecimientos, sin consentimiento paterno. Ella me dijo que lo único peligroso de lo que había hecho era que sus padres la descubrieran. Su plan consiste, cómo no, en ir recatada hasta el verano. (Al menos en casa, claro). Como Estefanía es una buena estudiante, quiere esperar a las notas de junio para dar la noticia.

Hace muchos años me quemé con el tubo de escape de una moto. Pasé dos días sin contarle a nadie lo que me había pasado, porque me sentía un poco estúpido. Ahora, pasado el tiempo, recuerdo con pudor los contorsionismos que hube de hacer para que nadie me mirara la pantorrilla. Fue estúpido, pero en mi caso también inevitable. Hacerte un boquete porque sí, me parece una auténtica gilipollez. Supongo que si me parece tonto es porque yo ya no estoy a la última o porque se me ha olvidado lo que es ser adolescente. Eso sí, si ven que sus hijos e hijas ocultan sistemáticamente alguna parte de su anatomía, no duden en pasarles un detector de metales por encima, si verdaderamente les interesa descubrir todos sus secretos.

En el fondo, aunque sea una dimensión tan superficial, los tatuajes y los pendientes son una seña de identidad, claro. Curiosamente, y viendo que nuestros adolescentes han convertido su cuerpo en auténticos campos de golf, me parece una persona mucho más segura de sí misma, con una identidad más marcada, aquella que llega a la mayoría de edad sin haberse hecho nada de eso. Porque hay que tener mucha personalidad, o muchos huevos u ovarios, según toque, para desoír las modas. Y ahora mola, y mucho, perforarte la lengua, la ceja… y hasta los genitales, si se tercia. Así que (de)muestro toda mi admiración y respeto para todos aquellos que no lo han hecho, todavía.

Cuatro o cinco veces por año, y no exagero, he dejar a algún alumno ir al servicio porque se le ha infectado un pendiente. Y lo ves sin poder vocalizar, o con un vórtice purulento en el ombligo, suplicándote una excursión a los baños, en mitad de tu explicación. Acongojada o acongojada, según corresponda, y con ciertos motivos. Porque, en el fondo, se sienten muy niños como para asumir los riesgos de sus acciones. Porque nadie les dice, y si lo hacen tampoco con demasiado ahínco, que no siempre esas cosas salen bien, que se contraen infecciones… y, más aún, si se intercambian las argollas entre ellos.

De todo, lo más curioso es que ha dejado de ser un rasgo marginal. Los alumnos que cuentan con más arandelas que una persiana, no son siempre los menos dotados académicamente. Ni socialmente. La democratización de estas cosas es un hecho. Y ya nadie se asusta si su hijo se lo hace. O fingen que no les importa, que es otra cosa más cercana a la realidad. ¡Y me alegro! Porque a mí no me gusta demasiado todo esto y pienso que esa es la línea decisiva para convertir todo esto en una moda denostada, para revertir la tendencia. El día en que deje de ser algo prohibido, de hecho, no tengan ninguna duda de que se terminará el negocio.

En cualquier caso, no se avergüencen si sus hijos se han hecho algún pendiente y tampoco si se lo han ocultado. ¡Es lo normal! Además, ser adolescente es un lío. A veces se nos olvida que lo fuimos, de hecho. Y es muy difícil no darle una calada a un porro, hacerte un agujero en el ombligo o ver “Física o Química”, cuando todos los demás lo hacen… y tú te sientes tan perdido. Admitámoslo: hay bastante de verdad en ese tópico de que “todos los demás lo hacen”, aunque reconocerlo nos duela. Como un piercing infectado.