lunes, 1 de noviembre de 2010

Tornos

He visto por televisión que en un instituto catalán se han instalado tornos a la entrada del recinto para que los nenes (imagino que también los profesores) certifiquen su entrada en el edificio. Me imagino a hordas descomunales de carne fresca tratando de pasar por un angosto filtro, como el caldo que supera las troneras de un colador. Demasiado esfuerzo para poco tropezón. Y me imagino también los tropezones, las caídas, las carreras, los alaridos del último minuto, como si todas las eventualidades de la vida fueran tan arrogantemente férreas como los turnos de una fábrica de los primeros años de la era industrial.

En mi IES los padres reciben un SMS a los pocos minutos de que sus hijos se hayan escapado de clase. Tenemos una PDA y esta, cómo no, está conectada al Gran Hermano que todo lo ve. Creo que Orwell en alguna febrícula primaveral debió soñar con Séneca PDA, o con PASEN, o con HELVIA, con cualquiera de las plataformas que nos permiten crear subnormales más dóciles. Pero subnormales. La sociedad actual está compuesta por gente de bien que se saltó alguna que otra clase de vez en cuándo, certifico. Muchos de los seres vivos a los que admiro no hubieran picado en tiempo y forma en los tornos de sus IES, cuando eran jóvenes. Sin embargo, ahora son individuos productivos y hasta respetados. Será que todos aprendemos desde la aceptación de las normas, pero también desde la rebeldía hacia ellas. Hoy en día los adolescentes, para mi gusto, empiezan a tenerlo demasiado difícil para hacer travesuras y las travesuras también forman parte del proceso educativo.

A lo que voy: ¿acaso lo que nos hace crecer no es la facultad para equivocarnos, para transgredir según qué normas, para escoger lo que verdaderamente deseamos? Es una verdad universal que aquellos jóvenes enclaustrados bajo la mayor de las disciplinas morales, en material sexual, luego tienen un despertar erótico exabrupto, antinatural y hasta escandaloso. El exceso de represión es tan trágico como la laxitud. Tan peligroso es pasarse como no llegar y, traducido a la materia en la que nos encontramos, sigo pensando que no está bonito fiscalizarlo todo tanto, alienar al individuo de su obligación de “escoger correctamente”. Si imponemos, si obligamos, si lo regulamos todo, no estaremos formando, estamos adulterando: yo también querría saltarme las clases si fueran tan sumamente obligatorias. No enseñamos a elegir aquello que es positivo, simplemente restringimos la oferta de errores posibles, no ampliando la de aciertos. Quien no escoge, no acierta. Simplemente, pervive. Quien no escoge, no vive, no existe, no piensa: no es persona.

Por momentos creo estar hablando como un pedagogo, así que me callo, pero quiero hacer antes una lectura social, mucho más que dura. Algo falla, algo está podrido, en una sociedad en la que es necesario imponer normas que son lógicas, que cualquiera, incluso un adolescente, entendería que son innecesarias. No me preocupa que mis alumnos justifiquen o no sus faltas, pues ellos saben que faltar está mal y llevarán la penitencia en su nota. Ese es su asunto, esa es su responsabilidad: escogen correr un riesgo y son plenamente conscientes de cuál es el peligro y la consecuencia directa. Tarde o temprano tendrán que aprobar la asignatura y si no es en junio, será en septiembre o no será: no me quita el sueño. No me incumbe cuál es la problemática que hay detrás, aunque me preocupe, aunque deba conocerla: es su problemática y así debe ser, pues ellos escogen arriesgarse. No solo no es bueno evitar que los individuos cometan errores. También es malo. Tan malo como el modelo educativo que lastra el derecho a la educación en virtud de su obligatoriedad. Si no se escoge, no se acierta. Si algo es obligatorio, jamás podrá llevarnos a acertar.