domingo, 17 de febrero de 2008

La Oreja de Van Gogh

Ariane Dávila conoció en su juventud a Alejo Carpentier. Por aquel entonces, estaba liada con un artista cubano. Fue, en todo momento, una relación turbulenta, entre el amor y la guerra. Ella era una excelente artista también, pero agotó su universo vivencial demasiado rápido. Reflejaba siempre atmósferas prebélicas, decadentes, lugares sombríos, donde las primeras bombas hubieran hecho mella ya. Poco a poco se dio cuenta de que no era capaz de salir de ahí. No progresó y, por ello, optó por dejar la pintura y regresar a España. La historia de cómo terminó en un pueblo como este es un tanto tosca. Había más plazas en Andalucía que en Canarias. Preparó las oposiciones y… ¡zas! El resto es historia. Eso sí, una historia de letras minúsculas, nimias, muy diferentes a las letras mayúsculas que sus amigos y conocidos en Cuba escribieron.

-¿Sabes? El otro día una madre vino a buscarme. Estaba exaltada, profería todo tipo de insultos hacia mí. Según parece, le había dado por leer el diario de su hija. En él ponía que la profesora de Plástica “la había pegado toda”. Terrible, grotesco: afortunadamente, la niña vino y supuró el entuerto. ¡Yo le había pegado toda la cartulina! ¡Porque en la clase anterior se había roto! A punto estuvo la gracia de costarme una torta a mí. No estoy hecha para esto. Llevo demasiados años enseñando a los niños a dibujar. Estoy cansada. Me produce una pereza atroz explicar los colores pastel y contrariarme por sus bromas sobre ellos y la comida: he dejado de explicar esos colores, porque no tengo ganas de decir la palabra “pastel” en clase. Durante años he ayudado a decorar el Centro, pero también de eso estoy cansada: de ver bigotes pintados sobre cuadros de Dalí y jeringuillas entre los motivos de El Guernica. Todos los cuadros que flanquean los pasillos son obra mía (junto con mis alumnos, claro). Sin embargo, cada vez nos quitan más horas, cada vez veo pasar por mi clase a más grupos diferentes. Tengo trescientos alumnos. Vivo en otro mundo. No transito, prácticamente nunca, por la sala de profesores… porque aquí, en la última planta, he desarrollado mi propio universo. Los alumnos suben, como quien se reencuentra con las altas esferas, como quien transciende más allá del tiempo y del viento, como volaban las vacas del genial Chagall.

No comprendo qué hago aquí, la verdad. Estoy demasiado loca como para que me afecte la demoledora brutalidad de un instituto. Quizá, precisamente, terminé aquí porque en mi juventud dibujaba cuadros que trataban de plasmar esa misma decrepitud prebélica. Todos los días existe una guerra aquí. Encontré mi lugar en el mundo, quizá, por ende. De tan absurdo, es genial. El otro día les pedí a mis alumnos que dibujaran un triángulo y que realizaran una composición libre tomándolo como medida, como modelo, como eje de la composición. Uno de los alumnos me preguntó qué es un triángulo y otro se atrevió a contradecirme: “no existen los triángulos en la naturaleza. Aunque los veamos, no existen”. Empiezo a pensar que este pueblo se aniquilará pronto: todos los primos se casan entre sí, por eso hay tantos alumnos medio bobos; pronto nacerá el último bebé y Melquiades no podrá hacer ni descifrar nada.

No ha cambiado mucho. El dibujo técnico pasó a mejor vida (¡no se imparte como tal en la ESO!), pero el dibujo artístico… ahí sigue. Mientras ponen en duda su utilidad, mientras lo encasillan, mientras se debate si apartarlo de Cuarto (y de cuajo) o no, lo cierto es que Ariane sigue viva. No comprendo cómo su voluntad no se quiebra, cómo soporta este ambiente una persona con la sensibilidad que ella posee. Fútbol, drogas y sexo, esos son ahora los temas de los paisajes que sus alumnos trazan. ¿Y dicen los manuales que los grandes temas son atemporales?


Se cuenta en el Instituto que toma catorce pastillas al día para olvidar, para recordarse, para no perder el tino entre tanto cretino. Las perlas y los cerdos no se llevan bien. ¿Qué hace una persona que tanto ha vivido, que tanto talento atesora, que tanto arte tuvo (y retuvo), frente a chicos que no saldrán de su pueblo, que no han entrado jamás en un museo, que piensan que los artistas más consagrados de todos los tiempos son Faber-Castell y el Señor Carioca? Ariane oculta bajo una nómina estándar-media los retales y retazos de sus propios sueños. Renueva su espíritu. Algún día atará bandadas de gorriones a sus muñecas y escapará, rumbo a su planeta, como lo hizo El Principito.