Me imagino a Galileo con la cabeza gacha tras el enorme chaparrón de críticas que le estaban cayendo encima. Se habían salido con la suya y él tendría que reconocer que el universo al completo giraba alrededor de nuestro Orbe. Pero… dejó su puntilla. Vosotros ganáis, pero no me habéis convencido. Haré lo que vosotros queráis, no me queda otra, pero no me habéis derrotado. Simplemente tengo que acatar, porque no queda otra, a pesar de lo cual voy a seguir pensando y haciendo lo que me salga del planisferio. Lo murmuró, sí, porque no quería convertirse en un pinchito. Lo murmuró, pero su murmullo resultó ser el grito más desgarrador que he leído jamás.
Me he acordado de esa frase al concluir una reunión que hemos tenido con nuestro Jefe de Estudios para abordar el trabajo en competencias. Para los profanos he decir que todas nuestras programaciones han de ir abandonando la estructura de objetivos-contenidos-evaluación para (re)estructurarse en torno a las competencias básicas, que son una especie de lista ambigua de cosas que estaría bien que nuestros alumnos hicieran mejor. La única pega de todo esto es que el objeto de dicha digresión metafísica no la comprenden salvo cuatro o cinco luminiscentes seres nacidos de las entrañas del dios de la Pedagogía. Las programaciones antiguas eran fáciles de llevar al plano real; las que incentivan el trabajo en competencias me recuerdan a los tirabuzones que hacen los chinos en las olimpiadas, antes de caer en la piscina. Me he permitido hacer una pequeña encuesta entre los diez o doce compañeros que había en la sala de profesores durante la hora del café y lo más destacable no es que ninguno haya sabido definir “competencia” con demasiada convicción. Lo verdaderamente chocante es que todos, sin excepción, terminaron su respuesta con la coletilla “¿es eso?”. De sobra sé que cuando un profesor concluye de ese modo una afirmación evidencia que tira de oficio porque no encuentra camino alguno más allá de la línea tangente.
“Me llamo Cuyami y no comprendo el trabajo en competencias”. Deberíamos organizar una quedada anónima donde no dé tanta vergüenza presentarnos y reconocer ese secreto a voces. Les juro que me he empollado la legislación y que he ido a cursos y seminarios de gente de esa luminiscente. A pesar de lo cual, o a pesar de ellos, saco la conclusión de que eso de “potenciar lo que el estudiante ya sabe, tratando de darle una enseñanza que desarrolle sus capacidades de forma eficaz y que no se ciña a la mera memorización de los contenidos”, lo escribió alguien que acababa de salir de un SPA y no de una clase. Pero yo ni en el pediluvio descubro la diferencia entre eso y lo que ya llevamos haciendo un número descarnado de años. No lo entiendo, en serio. Y tampoco veo a los todos esos maestros con los que bordeamos la cincuentena cambiando la metodología de cuajo y así porque sí. Ah, y mucho peor. No veo las ventajas de hacerlo, no veo la ventaja de cambiarlo todo. Lo veo todo muy turbio y no se crean que no le he puesto voluntad a desliar la trabazón. No ha sido suficiente. Tal vez alguien deba sacar para mí un manual de “competencias para dummies” porque no termino de creerme que la educación tradicional esté tan mal, de hecho. Pese a lo cual, pienso que la mayoría de los docentes ya no somos tan tradicionalistas como se cree. No nos regimos por métodos ortodoxos, ni de lejos. Nos adaptamos de lo lindo a lo feo en la realidad del aula, hacemos adaptaciones curriculares (significativas y nimias) como quien calienta leches para el café. Pero no es suficiente.
¿Qué aptitudes o adoctrinamientos teóricos han de llevarme a trabajar en competencias? ¿Cuando lo haga, seré consciente de que lo estoy haciendo o es como cuando Harry Potter hablaba pársel sin darse cuenta de que lo estaba haciendo? Aprovecho mi oportunidad y que escribo en un periódico con mucha difusión para dejar un anuncio por palabras: “Docente cambia manual sobre competencias (que se entienda) por antigua máquina de correr. Interesados contacten conmigo”.