sábado, 15 de octubre de 2011

El cole del barrio

Por aquello de ir cumpliendo años, me estoy replanteando mi escala de valores y los objetivos de mi vida. Una mujer que sea guapa y que vista bien. Una buena nómina con complemento de productividad. Un buen coche. Un buen colegio para nuestros hijos. Una casa grande que tenga una televisión con programación de pago para seguir los partidos del Madrid. ¡Qué difícil es ser feliz! Eso sí, casi todos los objetivos vitales pueden alcanzarse a través del dinero y eso me tranquiliza. Todo se puede comprar, incluso el amor. Lo único que el dinero no nos garantiza... es que nuestros hijos entren en buen colegio. Público o concertado.

Desistí de comprarme un piso cuando comprobé que los precios habían descendido mínimamente en los últimos años, a pesar de que la demanda sí se ha despeñado. Eso sí, durante el proceso de sondeo, aprendí muchas cosas. Me sorprendió especialmente que uno de los principales factores que explican el encarecimiento de una vivienda sea la proximidad de estas con diversos centros educativos. ¡Qué desfachatez! ¿A santo de qué van buscando los padres primerizos dicha cercanía? ¡Será posible! Con lo fácil que es irte a vivir a un barrio residencial, falsificar un contrato de alquiler, solicitar la plaza en función del domicilio de los abuelos, o fingiendo un divorcio Express, para que los zagales tengan la deliciosa experiencia de coger cuatro autobuses cada día para ir a clase... O, mejor aún, ¿quién quiere vivir realmente cerca, con lo caro que sale la hipoteca, pudiendo llevar cada día en coche a nuestro nene a los aledaños de la escuela, formando atascos y un armónico concierto de bocinas y frenazos? Todo el mundo sabe que los padres que no aparcan el coche a menos de cinco metros de la puerta del centro escolar no son buenos padres. De hecho, estoy convencido de que la bondad de los padres es proporcional a lo duchos que estos sean en el noble arte de aparcar. Cuanto más agobiados lleguen al trabajo por haber tenido que aguantar los atascos y los gritos ajenos, más cerca están del título de padres del año.

¿No se dan cuenta de que ellos, con sus mentiras, con las falsificaciones, por un mero capricho, como si sus hijos no fueran a probar los porros por ser educados en la concertada, provocan los atascos de los que tanto se quejan? ¿No se dan cuenta de lo verdaderamente cruel que resulta que aquellos niños que viven realmente en ciertos lugares tengan también que coger el coche porque alguien les ha robado la plaza que legítimamente les corresponde?

Sobran campañas sobre el respeto del medio ambiente y sobran también anormales capaces de cualquier cosas para presumir de estatus. Solo tendremos una educación de calidad cuando asumamos que los profesores y alumnos, que todos, construimos centros de calidad desde la sinceridad, de forma noble y sin dárnoslas de nada. Si los esfuerzos que muchos realizan para llevar cada mañana al nene a esa escuela en la que no les corresponde estar, los emplearan en echarle una mano a las asociaciones de madres y de madres del colegio del barrio, seguramente nuestra oferta educativa podría ser más eficaz, más solvente y más barata.

Prestigio era el nombre del petrolero ese que encalló y que mandó al pairo a varios millones de percebes. Prestigio es esa estúpida costumbre que tiene el ser humano de darle valor a modelos y a lugares que no han hecho nada por tener un reconocimiento superior al de otros. Y si los centros tienen prestigio es porque necesitamos un pretexto estúpido para tomar una decisión estúpida. Los docentes cambian y a tu hijo le puede tocar un buen profesional o un gilipollas lo apuntes donde lo apuntes. Hay maestros maravillosos en colegios que tienen una fama horrible y algunos centros afamados cuentan con una nómina mayúscula de carcamales arrogantes, hartos de todo. Ir a un lugar o a otro, mentir o no mentir, adulterar los procesos de admisión, solo te hará realizar más kilómetros de coche cada día. ¿Es responsable poner a tus hijos en carretera a diario? ¿Merece la pena mentir para eso?