jueves, 16 de noviembre de 2006

Buenos a un lado, malos a otro

Es un edificio moderno. Las paredes son altas y las escaleras asépticas. Semeja mucho más a un correccional o a una cárcel que a un instituto a la antigua usanza. Lo construyó la Junta de Andalucía hace pocos años y todavía no tiene ningún nombre inscrito en la fachada. De todas formas, yo soy aún más reciente que ese edificio. De hecho, para ser francos, he de reconocer que ésta ha sido mi primera semana en él.

La vida en el centro se inició con un animado claustro en el que nos asignaron los grupos. Cuando eres nuevo, nadie te explica demasiado bien cómo funciona el reparto y no es infrecuente descubrir movimientos anómalos por parte de ciertos compañeros. En muchos institutos de Andalucía se crean grupos heterogéneos: los A y B son buenos. Los C y D llegan a tener un porcentaje de repetidores superior al cincuenta por ciento en muchos casos. Así es el mío: la inmensa mayoría de los chicos de los que soy tutor han repetido y los que entran por vez primera en el centro llevan un informe previo desfavorable que los conduce junto a los repetidores.

Es un edificio moderno, con un ordenador por cada dos alumnos, pero los problemas son los mismos de siempre: los alumnos no guardan ni silencio ni respeto, y muchos profesores nos sentimos indefensos. Un compañero, treinta años mayor que yo, me dijo en la sala de profesores que «terminaré por acostumbrarme», pero yo eso aún no me lo creo. Me dijo que al principio te duele que no te hagan caso, pero que luego te inmunizas. Paradójicamente, mi instituto ha sido seleccionado por la Junta de Andalucía para un «proyecto bilingüe». Esto solo será posible implantarlo en un grupo de todos los del centro, pero ese dato no sale en las estadísticas ni en la publicidad de la Junta. Muchos chicos del centro no son capaces de hablar español con soltura… y se supone que la educación que van a recibir ha de ser bilingüe.

Desde luego, suena bastante peor decir que trabajas en algo parecido a un correccional de menores que señalar que «estamos inmersos en un proyecto bilingüe» (frase con la que se inició el primer claustro). Al fin y al cabo, muchas veces en Andalucía lo que importa no es cómo son las cosas sino cómo suenan cuando las contamos, y debo admitir que en eso el gobierno autonómico es especialista en materia de educación porque ha conseguido que todos sus proyectos al final terminen por sonar seductores, aunque en la práctica poco o nada se corresponda la etiqueta con lo que se hace en el aula. Nuestros institutos son escuelas de paz, ecoescuelas, marcos europeos, porque quedaría poco decoroso admitir que el objetivo de algunos grupos es simplemente que los alumnos aprendan a «leer y escribir». Otro ejemplo muy evidente de estas contradicciones es el plan elaborado para asignar un ordenador por cada dos alumnos, como en este instituto. Con ello las clases se convierten en salas de informática, sin posibilidad alguna para mover los asientos y con enormes dificultades para escribir en libretas o en los libros por la presencia de los teclados copando gran parte del espacio de las mesas. En la práctica, nadie enseña a los profesores a utilizar los equipos y los alumnos solo los quieren para buscar páginas inadecuadas en Internet. Conozco un barrio marginal donde esta dotación informática existía. En mi estancia allí «vi» robar varios monitores y, sin embargo, no vi que ningún otro profesor los usara para dar clases.

Para los afortunados a los que les toca una buena clase, enseñar es una delicia y el sistema educativo sí funciona a las mil maravillas (juzguen ustedes). En casi todos los centros, los agraciados se escudan siempre en que los alumnos de «francés» han de estar juntos y que no todos podemos darle clase a esos grupos. Al final parece ser que el hecho de que estudien «francés» juntos es una excusa que enmascara un criterio más antiguo, pero también más poderoso: los buenos van a un lado, y los malos a otros. En suma, sea porque soy novato o porque tengo mala suerte en eso de los sorteos, lo cierto es que me han condenado a levantarme todas las mañanas de este año con «miedo de ir al instituto» a pesar de que siempre pensé que nunca más volvería a decir eso.

Desde luego, suena bastante peor decir que trabajas en algo parecido a un correccional de menores que señalar que «estamos inmersos en un proyecto bilingüe» (frase con la que se inició el primer claustro). Al fin y al cabo, muchas veces en Andalucía lo que importa no es cómo son las cosas sino cómo suenan cuando las contamos, y debo admitir que en eso el gobierno autonómico es especialista en materia de educación porque ha conseguido que todos sus proyectos al final terminen por sonar seductores, aunque en la práctica poco o nada se corresponda la etiqueta con lo que se hace en el aula. Nuestros institutos son escuelas de paz, ecoescuelas, marcos europeos, porque quedaría poco decoroso admitir que el objetivo de algunos grupos es simplemente que los alumnos aprendan a «leer y escribir». Otro ejemplo muy evidente de estas contradicciones es el plan elaborado para asignar un ordenador por cada dos alumnos, como en este instituto. Con ello las clases se convierten en salas de informática, sin posibilidad alguna para mover los asientos y con enormes dificultades para escribir en libretas o en los libros por la presencia de los teclados copando gran parte del espacio de las mesas. En la práctica, nadie enseña a los profesores a utilizar los equipos y los alumnos solo los quieren para buscar páginas inadecuadas en Internet. Conozco un barrio marginal donde esta dotación informática existía. En mi estancia allí «vi» robar varios monitores y, sin embargo, no vi que ningún otro profesor los usara para dar clases.

Para los afortunados a los que les toca una buena clase, enseñar es una delicia y el sistema educativo sí funciona a las mil maravillas (juzguen ustedes). En casi todos los centros, los agraciados se escudan siempre en que los alumnos de «francés» han de estar juntos y que no todos podemos darle clase a esos grupos. Al final parece ser que el hecho de que estudien «francés» juntos es una excusa que enmascara un criterio más antiguo, pero también más poderoso: los buenos van a un lado, y los malos a otros. En suma, sea porque soy novato o porque tengo mala suerte en eso de los sorteos, lo cierto es que me han condenado a levantarme todas las mañanas de este año con «miedo de ir al instituto» a pesar de que siempre pensé que nunca más volvería a decir eso.