jueves, 17 de mayo de 2007

Homenaje al gran Jon Cuyami, al que robé su apellido

“No me veo, la verdad”, eso fue lo que le dije. Estábamos en la sala de profesores y contra la ventana se inmolaban los primeros rayos del sol de mayo. Según me contaron, es tradicional que en esta época del año se organice un partido de fútbol sala de los profesores contra los alumnos. Es un clásico, nunca mejor dicho, que se extiende a un sinnúmero de centros educativos. Pero yo no me veía, la verdad. Lo más patético es que, en estos casos, no suele haber un Plan B. Juegas o juegas. “Cuyami, serás un buen delantero. Seguro que el Recre o la Real Sociedad te harán un huequecito en sus equipos si te ven jugar contra los alumnos”. Estábamos perdidos. Cuando alaban tus cualidades futbolísticas sin haberte visto aún calzar las botas, es mala señal (están desesperados). Solo funcionan los equipos de profesores donde no es necesario buscar a la gente a base de halagos. Cuantos más halagos se escuchan, peor es el equipo. Y los profesores no sabemos perder.


A continuación voy a enumerar una serie de películas dentro de las cuales existen escenas que semejan a lo vivido por nuestro equipo. La semana previa al partido le dio un aire a “Full Monty”, por aquello del entrenamiento y por lo poco convincente de los resultados de este. Más adelante, la cosa se convirtió en “Evasión o Victoria”, porque tratamos a toda costa de salir vivos de aquello, pero también porque alguno que otro fingió una lesión a lo Pelé para no jugar. Por último, la cosa empezó a converger hacia esas películas donde un cutre galán enseña al sol de Puerto Banús unas piernas blanquísimas. No obstante, el partido en sí fue un plagio de una película de miedo cuyo final fue cambiado por el de otra de Míster Bean. Total, tan mal estaba la cosa que en el vestuario me dio por mirarnos de arriba a abajo y llegué a sentir lástima: barrigas que llevan de gestación demasiados ciclos lunares y demasiadas cervezas, canas y chorros de sudor que evidenciaban que íbamos a morir… Más aún: las camisetas que nosotros lucíamos llevan fuera del mercado más tiempo que la Mirinda, nuestras botas de fútbol son de cuando aún se le llamaba balompié… y, frente a nosotros, estaba un grupo de chicos impetuoso que entrena en todos los recreos, que no deja de correr en todo el partido.


Falsas creencias que se rompen como una tibia a mi paso: los alumnos no pegan las patadas, las pegamos nosotros. Los profesores, desquiciados ante el baño que suelen darnos, empezamos a repartir cera desde el comienzo del encuentro. Además, es falso que los alumnos aprovechen estos choques para vengarse de nosotros. Somos nosotros los que tratamos de vengarnos de ellos. Y más aún, no es cierto que el público esté contra nosotros. Al principio, sí. Pasados algunos minutos, parecen valorar nuestro esfuerzo y nos animan. Por aquello de que el ser humano siempre tiene cierta tendencia connatural a ponerse del lado del más débil, escuchamos más palabras de ánimo que insultos. Bueno, fue así hasta la última jugada del partido, claro. Pero esa no cuenta porque fue excesivamente bochornosa. Total, que hasta entonces, como nuestra táctica estaba clara, nos mostramos muy dignos. Al principio ellos evidenciaron una superioridad tan abrumadora que llegaron a morir de éxito. Se descontrolaron y trataron de humillarnos tanto, de hacernos caños y regates superfluos, que terminaron por aparecer las primeras fracturas en su grupo. Y nosotros, a esperar. La clave estaba en recibir pocos goles y aguardar a que ellos se pelearan entre sí. Así fue. Pasado el descanso, ellos dejaron de defender, surgieron disputas por quién actuaba de portero, porque todos querían marcarnos algún gol, y ese desconcierto propagó nuestra remontada; aquella que nos llevaría hasta el empate, hasta esa última y nefasta jugada. Todo empate. Faltaban solo dos minutos. Con nuestro físico ya desecho, estando nuestro tipo en alto solo por nuestros dos profesores de Educación Física, uno de los chicos más pequeños se internó en el área con el balón controlado. Todo estaba igualado y un gol les daría la victoria definitiva. Dicho y hecho: yo, que había bajado a defender y que accidentalmente me encontraba cerca, me llevé por delante la pierna del atacante provocando dos cosas: un esguince en mi pupilo y un penalti para su equipo. Fue entonces. Entonces tuvo lugar el mayor atentado contra el fútbol que jamás se haya perpetrado en un instituto. Justo cuando iban a lanzar la pena máxima que supondría nuestra derrota… sonó una bocina enorme y todo el mundo escapó del campo. Los profesores no sabemos perder. Era necesario salir en orden… porque alguien había iniciado un simulacro de incendio.


Prof. Cuyami