domingo, 17 de febrero de 2008

Asaltacunas, ranas y princesas

Es joven. Su nombre empezaba por… Su nombre empezó como empiezan todos los nombres: un padre tuvo la feliz idea de llamar así a un hijo y como ese primer padre era de origen godo, como los godos ganaron las batallas adecuadas, aquel nombre prosperó. A decir verdad, él no sabe qué significa su nombre, porque han pasado varios siglos ya desde que los godos saltaron desde la realidad hasta los libros de Historia. Yo sí sé lo que significa, pero no quiero dármelas de sabihondo, así que me guardo el secreto. Lo veo llorar. En el departamento, en un cambio de clase, mantiene las manos sobre sus ojos. No es frecuente ver llorar a un compañero. Cuando eso sucede tiende a ser, casi siempre, porque ha tenido un conflicto de los gordos con un alumno, tras una clase realmente tensa. No es el caso. Es temprano y no ha comenzado sus explicaciones todavía. Se ciñe a decirme que está triste porque esta semana es San Valentín. Ese día le pone muy triste por algo. “¿Un antiguo amor?”, le pregunto. “Una antigua alumna”, me responde.

-“No sé cómo explicártelo. Todos sabemos que está mal, pero mi pretexto es que comencé muy joven, con solo veintitrés años. Mi primer destino, mi primera clase, fue aquella. Inevitable, creo. Desde la primera explicación, como los insectos se inmolan contra la luz de un flexo, me fijé en ella. Dieciséis años tenia, ¿solo una niña? Si así era, lo disimulaba bien. Cruzaba miradas conmigo en el pasillo. En la sala de profesores, alguna que otra vez, vino a buscarme para entregarme algún que otro trabajo. Me sonreía. Me sonreía y recorría mi cuerpo un escalofrío descomunal, un fogonazo capaz de iluminar el trazado completo del AVE. Jamás le dije nada. De hecho, hice todo lo posible por evitar sentirme así. Por desgracia, tenía que tratarla cinco eternas horas por semana. Yo era su tutor. Cuanto más la miraba, más me gustaba. Sus facciones eran preciosas, sus manos, las más lindas que jamás vi. Sus ojos transmitían un color inmenso, descomunal.

¿Puedes imaginarte la cara de tonto que se me quedó al recibir aquella primera carta en San Valentín? Tenía un buen puñado de faltas de ortografía, era sencilla, me preguntaba en ella qué me gustaba hacer en mi tiempo libre y cuál era mi música favorita. Tenía dos corazones. Uno al principio y el otro al final del folio. Meses después me dijo que uno de los dos era el suyo y que el otro representaba el mío. Aquella explicación, de tan sencilla que era, de tan simple y trivial, me perforó los pulmones con las costillas. Eso sí, logré aguantar mi cabeza sobre los hombros, contra pronóstico. No hice nada de lo que arrepentirme, te lo prometo. A veces, eso sí, charlábamos en privado, en mi departamento, durante los recreos. Medio en broma, medio en serio, le conté un sueño que había tenido una noche. Cuando ella terminara Bachillerato, cuando tocara la campana y dejara de ser mi alumna, deseaba verla llegar a la sala de profesores. Le prometí que si iba a buscarme entonces, acabada la última clase, siendo ella ya mayor de edad, siendo mi ex-alumna, yo le daría el mayor beso que jamás nadie le hubiera dado. Y ella prometió hacerlo, prometió venirme a buscar, entonces. Dos años eran. Eran solo dos años. Dos años en los que me vi obligado a seguir viéndola crecer. Cada vez más guapa, cada vez su mirada era más intensa, más adictiva y peligrosa. Te lo prometo: cumplí, esperé. Nos seguíamos cruzando en los pasillos, se detenía el mundo. Los gritos de los demás estudiantes desaparecían, mis miradas se centraban en sus ojos, se clavaban dentro de ella. Las pulsaciones se me iban a la garganta. La perdía de vista a lo lejos, en el pasillo y la rutina me arrumbaba. Contaba los días, casi. Pronto cumpliría dieciocho. Nada le quedaba ya de niña. De alumna, todo: se acercaba Selectividad.

Sentado, mirando hacia aquella puerta, mataba el tiempo ojeando una revista. Junio refulgía (o como se diga). Aquella era la última clase, el último día. Yo aguardaba de guardia y en guardia. Aquella fue la hora más larga de toda mi vida. ¿Llegaría? ¿Cumpliría nuestra promesa, al fin? Desde luego, yo la había esperado y tenía la esperanza de que ella acudiera. En tiempos del cólera, Florentino Daza esperó cincuenta años a su amor. ¡Qué horror! ¡Qué calor! ¡Qué nervioso estaba! Solo habían sido dos cursos, pero habían sido dos cursos larguísimos. Enseguida, la campana empezó a estallar. Fue eterno. Jamás me pareció tan largo su sonido. Indeleble, gigantesca, densa y tosca. De golpe, prorrumpió todo el instituto en gritos y vítores. Las vacaciones habían comenzado y Julia dejaba de ser mi alumna. Me puse de pie y miré hacia la puerta…”