jueves, 21 de febrero de 2008

La Puerta de Tannhäuser

¿Y qué carajo digo yo ahora? Tengo por delante una hoja en blanco y no doy pie con bola. Según mi querido inspector, veo demasiado la tele y, por desgracia, puede que lleve razón. Me faltan las palabras y me preocupa. Al fin y al cabo, he respondido a cuatrocientos millones de preguntas de mis alumnos, este curso, pero no sé cómo poner en pie esta columna. Sé dónde están los servicios y cuándo se puede o no ir a ellos. Sé que los exámenes se hacen con bolígrafos y no con lápiz. Los móviles se usan fuera del instituto y el precio por romper un sacapuntas es pedir disculpas y comprarle otro al compañero. Sé mucho de Biología: hay especies que se extinguen, algo sé de reproducción, la alimentación es necesaria, la fotosíntesis no tiene secretos para mí. Sé contestar a muchas dudas, sé darles respuesta a casi todo… pero me cuesta horrores saber qué clase va tras la muerte.

Vayamos por partes. Me han contado una historia. Un conocido que vive cerca de otro conocido me ha hecho llegar cierta información y me ha pedido que la cuente aquí. Me hablaron de una persona. Solamente tengo cuatro o cinco datos de ella, pero he prometido contarlos. El primero es que se llamaba Cristina. El segundo, que daba clases de Educación Física en un pueblo de la Costa. El tercero, que era muy querida por sus compañeros y alumnos. De hecho, quien me habló de ella, me contó maravillas. No era de aquí. Nació en Zaragoza (ese es el cuarto dato que tengo). El quinto es cómo murió. Murió dando su vida a los demás, murió por amar a los demás demasiado. A pesar de las reformas y de las contrarreformas, a pesar de las leyes y de las medidas de disciplina, siguen existiendo profesores que entregan su vida a los demás, que no protestan, que actúan, que dan hasta la última gota de su sudor: su pundonor; su voluntad es su vocación. Pidió un permiso. La Junta le concedió unos días de libertad (sin sueldo) para realizar una labor humanitaria. Marchó a Togo. Allí se rodeó de los más pobres de entre los pobres. Los cuidó y atendió. Tuvo que marcharse y que mancharse. ¿La necesitarían más sus alumnos o aquellos enfermos? Regresó al Instituto.

Como tantos otros profesores, vivía sola. Lejos de su casa, exiliada en parte; tomaba una bicicleta y recorría el camino que separaba su casa del Instituto. Jamás se quejaba si hacía mal tiempo, tampoco se quejó cuando su frente comenzó a arder. Era domingo por la noche. Tal vez tomara una pastilla, quizá sintiera que las cosas estaban llamadas a mejorar pronto. “No será nada”, se dijo. Cerró los ojos. Quizá pensara en su familia, a la que tanto quería, quizá se acordara, entonces, de sus alumnos. Tal vez, su última mirada se fuera hacia el mar. No llegó a clase. Aquel lunes, sus alumnos no la recibieron. Alguien la sustituyó, sin que se supiera aún qué le pasaba. No pudo llamar, no pidió un médico, estaba en coma. La descubrieron en coma. Sus vecinos se asustaron por no verla. Llevada al hospital, dejó la vida y se convirtió en mito. La mató la malaria.

No tengo claro por qué estoy escribiendo esta columna. Quizá el único motivo sea que un amigo me ha pedido que la escriba. Quizá el motivo mayor es… que esta historia me ha hecho pensar muchísimo o que deseo que ustedes también piensen un poco, pues necesito rendirle con ello un pequeño homenaje a Cristina. Una profesora andaluza ha muerto de malaria por hacer el bien. Ha muerto a causa de una de esas enfermedades que solo padecen los países que no sabemos situar en el mapa. No pondrán su nombre a ninguna calle, estas líneas pronto envolverán pescado en el mercado. Es solo un papel con tinta impresa: ¿qué perdura? ¿Qué parte de nosotros no se marcha? ¿De qué sirve darte por completo a los demás si, de buenas a primeras, te sobreviene la fiebre y se acaba “todo”?

¿Como lágrimas en la lluvia se perderán nuestras ganas de cambiar el mundo? Esta columna va dedicada a todos los profesores que nos dejaron, a todos aquellos que han entregado su vida a una vocación temeraria, estúpida… la luz del mundo. Porque quizá sí sembremos y nuestra semilla sí germine. Porque quizá la muerte de uno de los nuestros deba hacernos apreciar, aún más, lo que tenemos, la vida que nos queda por vivir, este pequeño y frágil milagro de despertar cada mañana, de poder entregarle lo mejor de ti a tus alumnos, a tu familia, a todas las personas que nos cruzamos por la calle. Al fin y al cabo, no cuesta tanto trabajo dar los buenos días, no cuesta dinero el cariño, no nos morimos si tratamos de ser mejores personas. ¡Que Dios esté contigo, Cristina…!


Prof. Cuyami