martes, 24 de junio de 2008

Morir matando, vivir muerto

Esta columna la he escrito varias veces y nunca acierto con el tono. Hay una verdad, la verdad que me apetece confesar. Hay otra verdad: la prohibida. Esa me apetece aún más compartirla, pero es demasiado delicada. Yo no sé qué es lo que tiene lo de guardar un secreto que lo hace todo tan atractivo. Pues bien, ¿veis este primer párrafo? Pues… ¡he borrado ya varios como este! Me atrevería a decir que he borrado varios, incluso, que eran bastante mejores que este (lo cual, no es difícil, por cierto). Eso sí, este quiero dejarlo. Quiero dejarlo porque nadie puede vivir eternamente borrando. No lleva a ningún lugar tratar de borrar lo vivido. Los recuerdos sirven. El pasado está ahí y se recuerda y se recubre de cariño, del mismo modo en que yo le cogeré cariño a este párrafo por estar donde está, en esta última columna del curso, justo al principio del final… aunque sea malo.

Si dejara de dar clases, lo que más echaría de menos es el toque del timbre los viernes, la sensación de haber sobrevivido y convivido; echaría de menos el brote de adrenalina en el pecho, antes de una clase complicada. Echaría de menos la sensación de haber enseñado algo. Si cuelgo la tiza, echaría de menos las manchas blancas en la ropa, tras una jornada de trabajo. Las cornadas del torero, volver a casa y tirar los zapatos, la voz quebrada, las ganas de llorar por mirar a un compañero que ha sufrido; sentirme de su bando, saber que somos de los nuestros, mentirme y creer que vale la pena, que caminamos y cambiamos el mundo. Añoraría ser suicidas, animadoras, abanderados, la voz suave de las chicas que estudian, el murmullo de los bolígrafos durante un examen, el brillo carmesí de la mirada de las madres, los bocatas de pizza, la paz de las primeras horas, el brillo tierno del sol de abril durante una guardia de recreo. Echaría en falta los golpes sobre la mesa, perder la paciencia, ser actor, juez y parte. Que me miren, que me admiren, sentirme odiado y amado a un tiempo, importar en la vida de alguien, importar vidas, saberme portador de estrellas y de sueños. Ya no reinventaría el mundo, no me saltaría [mis propias] normas, cesarían las sorpresas y los trabajos sacados de Internet. Se apagaría una parte crucial de mi vida, no volvería a nacer, perdería mi balcón hacia la inmortalidad y la piedra Urim me haría naufragar en el samsara.

Si me fuera, echaría en falta la ternura de Javi, su vocación de revolucionario siempreviva y la rivalidad sana, la deidad glamurosa que Eva me regalaba en cada palabra de ánimo, Paco y sus trucos, su calma infinita y su bondad. Echaría de menos cazar fantasmas y buscar robots con Antonio. Echaría de menos las iras, ideas, idas y venidas. Cesaría ser lo mejor de mí mismo, exigirme lo que se exigen los que exigen mucho. Sus confesiones, llorar de risa, vivir mil vidas en una, querer morir por el hecho de estar tan vivo, amar lo amargo y lo que hago, donar la vida entera al entregarme para morir en el empeño. Perdería el miedo a regresar y las ganas de volver, la necesidad de huir y la inercia de seguir, los requiebros del ánimo, estar triste y fuerte, cambiar de ruleta en cada hora, ver la fiesta según toque, un gol, desde según qué ojos, contemplar el mundo desde sus mundos, partir el pan y repartirlo entre todos, que sobren sacos y tacos: obrar milagros, andar sobre las aguas, enseñarme y ensañarme enseñando.

Si me marcho, no volveré a soñar con el Pollo o con el día en que Durán sea “un durán”. No volveré a soñar que el reloj de los zapatos, que pende en el módulo primero, que anuncia mi hora, echa a rodar. Al fin. Mi hora acecha. Sí, hablo de ese reloj sin manecillas y con los zapatos blancos, del que nunca hablé con nadie, que ahora me atormenta y me delata. Si me voy, no tendré que temer nunca más que voy a irme, pero jamás volveré a verlo. Dos años. Estos dos años han cambiado mi vida. Me miro y no me veo, me siento lejos, más ignorante, con menos voz… pero han crecido, a cambio, las ganas de reinventarme, de reventarme cambiando el mundo, de disfraz, de chillar hasta dejarme partida la garganta, de suplicarle a todos los profesores andaluces que no pierdan su fe, que no pierdan su partida ni su patria, que estemos juntos en esto, pues trato de proponer palabras para lo que todos sentimos: es mejor estar vivo que estar muerto, claro; pero es muchísimo mejor morir matando que vivir muerto. Ah, ya: ¡la partida! Cuando cincele este párrafo último caerá sobre mí el verano, desapareceré, seré un recuerdo infantil, un mito que alguien traerá a colación en alguna tasca, bajo el crepitar denso y sordo de la lluvia. Recojo la maleta. Abandono mi hogar, para siempre. ¿Están justificadas mis lágrimas?