jueves, 4 de septiembre de 2008

¿Quién quiere ser funcionario?

De pronto surgió una chica y abrió la cancela del portal. Los cuatro se miraron entre sí. Era solo una desconocida, pero ellos también lo habían sido hasta media hora antes y, por lo tanto, eso no significaba nada. En pleno mes de julio, rozando agosto, en Sevilla, los pensamientos fluyen de una forma anómala. No da el seso para demasiado raciocinio: “Perdona, ¿sabes si en el primero c existe algún sindicato?” Pareció descolocada. Llevaba una bolsa de la compra, tenía calor y un top turquesa sobre unos short. Les miró y confesó que vivía en el piso de al lado (el primero d). En el primero c vivía un matrimonio que tenía un hijo, según ella. “¿Y no sabes si quizá el hijo puede tener algo que ver con el sindicato?”, le preguntó uno de los nuestros a la vecina. Ese hijo tenía dos años, nos contestó. Luego se rio y se marchó… y entre lo uno y lo otro no debieron de pasar más de quince o veinte segundos. “Quizá sea un sindicalista precoz, nunca se sabe”, profetizó Rosa. En ese tiempo, el quinto miembro del comando salió del bar más próximo. “¡Buenas noticias! En el Bar… ¡me han dicho que sí hay un hombre que se dedica a esas cosas y que vive en el primer piso!” Pronto comenzaron a discutir sobre si la zagala de las bolsas tendría o no buena relación con el padre del bebé. Quizá por eso no le hubiera contado nunca que trabajaba en un sindicato de Educación. Quizá, solo quizá, se encontraran en el lugar correcto. En cualquier caso, Tomás los miró y no pudo evitar sentirse ridículo. Habían venido desde Madrid, Málaga, Algeciras y Chipiona. Eran profundos desconocidos y se encontraban en mitad del barrio de Triana, bajo un incesante mar de más de cuarenta grados, tras recorrer media ciudad con ayuda del GPS, olvidando desde dónde aquella aventura había dejado de tener sentido.

Más de dos meses antes, cuando comenzó el proceso, estaba yo en la sala de profesores y las vacaciones eran todavía un refugio neuronal para los instantes duros. Lo recuerdo y los personajes de entonces se alargan como espectros en las dunas. “Oye, ¿te puedes creer que hay cientos de personas a las que no han admitido en las oposiciones porque ya eran funcionarios? No comprendo cómo alguien que ya ha sacado las oposiciones puede volver a echar los papeles…”, dije sin despegar la vista de la web de la Junta. Juan Carlos, apoyado sobre otro de los ordenadores, me miró con ternura. No podía creerse que yo lo estuviera diciendo realmente. “Cuyami, echan los papeles para no ser miembros de tribunal. No los aceptan, claro, pero están exentos de evaluar. Pagan setenta euros por un mes de vacaciones. ¿No lo sabías? Mucha gente lo hace. La Junta se gana un dinerito y ellos pueden hacer planes para julio sin tener que esperar a las listas”. Por aquel entonces, muchos de los interinos que pasan ahora a ser funcionarios, a los que nadie podrá echar jamás, que le darán clase a vuestros hijos, a vuestros nietos, que se harán eternos y que profetizarán en tierra propia antes que yo, todavía no habían empezado a prepararse para el examen. Se sabían ganadores a priori, se amparaban en los tres puntos de más que tendrían en el oral (gracias a un informe y a tener que hacer una parte menos), en el hecho de que una quincena de temas, de entre los setenta del temario, era más que suficiente para superar el examen. Cinco bolas para hacer una y ni siquiera suspendiendo te quedabas en tierra. Ellos lo sabían y les bastaba con llegar al quince para tener su pleno (¿se imaginan profesores dominadores solo de un diez por ciento de lo que explican durante el curso?). En los cafés, se jactaban con la seguridad de saberse ganadores antes de comenzar la batalla. “Hombre, estas son las nuestras. La Unión Europea les ha dicho que tienen que reducir el número de interinos a toda costa. Por tanto, quizá sea cierto que salen más plazas que nunca, pero no me gustaría ser opositor de primer año. En muchas especialidades no tienen absolutamente nada que hacer…”.

Yo la vi. Su primera y última exposición. Una vergüenza. La vi defender una programación bochornosa. En el escrito, algo hizo. “En dos horas no puede verse la diferencia entre alguien que sabe y alguien que sabe poco”, eso me lo reconoció otro de mis compañeros, miembro de tribunal y todo. Estefanía es una profesora deplorable y ha obtenido un nueve y medio. Lleva sin tocar un libro quince años, pero ha dado igual. No prepara las clases y no se ha involucrado jamás en nada porque cambia de plaza como el Circo Europa de pueblo. Tenía diez puntos en virtud de sus correrías y le han puesto cerca de un diez en la nota total, sin explicaciones. Ni siquiera sabremos jamás qué tenía en el escrito y qué en el otro. Nadie lo ha publicado. En su especialidad, en FOL, ninguna plaza fue para ninguno de los nuevos. Ni las reencarnaciones de Aranzadi, del mismísimo Adam Smith, hubieran obtenido un puesto. Ni siquiera Solbes hubiera sido escogido para impartir economía. La batalla estaba perdida antes de librarla: ¿qué clase de oposiciones escogen no a los mejores para un puesto, sino a los que llevan más tiempo haciendo (en algunos casos, mal) ese trabajo? No se libraron. Casi cincuenta mil aspirantes cayeron como moscas en una tela de araña cara. ¿Y si los multiplicamos por el precio de las tasas que pagaron? Creo que esa suma dará para enarbolar un nuevo piso más en Torretriana. Un nuevo valle para tanto caído.

Se trata de las oposiciones con menos glamour. Alguien que ha luchado, que ha peleado durante dos años, debería al menos recibir un poco de compostura en la recta final. Los recibe a pie de puerta un chico con un polo verde y un pantalón corto que estuvo a punto de quedar dormido durante la exposición de mi amiga. En la presentación, los hacinan en una sala de profesores sin aire acondicionado. Inicialmente pensaron en otra sala, pero los promotores no se habían dado cuenta de que eran demasiados y de que quedaba poco serio pedirles que se sentaran en el suelo. Un miembro del tribunal le dijo a mi amiga que no tenían nada que hacer, que esta iba a ser para los interinos. También le reconoció que el objetivo debía ser precisamente ese: alimentar a la eterna pescadilla que se automuerde, convertirte en interino para que dos años más tarde el mismo sistema que te ha fagocitado te defeque con bastante menos dignidad de la que tenías al principio, cuando ya estés “suavón” tras haber pasado por un novio en cada puerto, tras hacer turismo, tras contemplar amaneceres, haber cambiado cromos, ido al cine solo, vivido en lugares a los que toda tu vida temerás regresar. En algunos tribunales aceptan anexos, en otros te dejan exponer con un ordenador, en algunos el corrector es un aliado y en otros el mayor enemigo. Los hay que se refieren a “alumnos y alumnas” y otros te laceran si pegas tales latigazos a la lengua. Presiden hombres con el ABC debajo del brazo y otros que llevan EL PAÍS. Y no es lo mismo. No hay normas absolutas. Perdón: las normas no están claras, no son normas, en suma. Se trata de un partido donde no se comienza con el tanteador a cero, donde la política, los sindicatos, donde tus sueños y designios no dependen solo de tu destreza con el boli. Quizá ese que está junto a ti, que saluda y guiña el ojo a uno de los miembros del tribunal (con el que ha compartido miles de cafés en el instituto), ya te va ganando, antes de empezar. Diseminó a los interinos la Administración siguiendo no sé qué proporción áurea. No te libras, ni siquiera fugándote a la recóndita Almería. Suspiras hondo y le pides a Dios que al menos te dejen demostrar si vales o no, si eres un buen profesor. ¡Chaval, te equivocaste de dios!

Los cinco están en Torretriana. Uno de ellos sugiere que se trata del infierno de Dante. Miran su reflejo en el mármol que lo recubre todo y piensan en lo bien que viven allí los políticos que dirigen los destinos de esos mismos profesores a los que agreden en el aula. Ya han ido a los sindicatos y punto. Ahí acaba la mención y la utilidad de la mayoría de estos. Alguien les dijo allí que “un sindicato no puede decir de algo que es blanco o negro porque tiene afiliados del blanco y afiliados del negro”. Otro sindicalista les confesó que no los defenderían porque sus intereses no se correspondían con el de los interinos, que ganan en número. Precisamente, sobre la mesa de ese hombre, se veía una comisión de servicio que rezaba lo siguiente: “Solicita trabajar en la provincia de Sevilla por el profundo dolor y desasosiego que le produce encontrarse lejos de su familia”. Aceptada. Los que se fugaron del aula, los que tienen a sus hijas en casa en virtud de papelajos como ese, viven de defender al grupo de Aida, Lucía, Sergio, Mónica, Eduardo y compañía... Pero esto es Andalucía (¿o es Esparta?) y un pequeño ejército no debe derrotar a una administración entera.

Otra historia. Tras dos años preparando oposiciones, con un nueve y medio en el examen, se queda sin plaza. Con dos hijos en el mundo, se encuentra esperando en la puerta de un despacho sin saber qué decir porque han logrado que se sienta un número. A más de mil personas los dejaron fuera de la lista por no entregar un papel que la convocatoria no decía claramente cuándo se entregaba, que parecía estar dirigido a los que ya daban clases, tras el que no se concedió la oportunidad de subsanar tal pérdida. Un lío de tantos. Un anexo Doce que les está dejando sin dormir, que ha mandado a la basura los esfuerzos de buena gente que solo buscaba ser profesores. Muchas de sus academias no hicieron bien su trabajo y no les informaron. La web de la Junta no lo especificaba claramente y sospechan que los sindicatos han colgado esa información a posteriori. Esta es, en suma, la historia de un puñado de personas que corren detrás de un papel por toda Sevilla. Un papel, dentro de un pajar, de una casa de locos, de este corrupto sistema, de este enredo que te lleva a esperar con los ojos envueltos en lágrimas que un pobre bebé sindicalista, de dos años de edad, de la calle Evangelista, te salve de todos tus problemas y te permita levantarte por las mañanas con fe, sin sentirte estúpido por haber gastado tu dinero y tus fuerzas, que te libre de seguir indignado por haberte dejado engañar por esos chapuceros burócratas que dirigen nuestra Comunidad.