viernes, 19 de septiembre de 2008

Vuelta al Cole

La carretera no se acaba. Las vacaciones, sí. Con esa filosofía me subo al coche y hago acopio de todos los discos compactos que la guantera es capaz de albergar. Creo que lo llevo todo, aunque bien pronto descubro que no es así. Me consuelo pensando que en occidente con una tarjeta de crédito se logra casi cualquier cosa. Con eso y con algo de dinero en la cuenta corriente, llegaré lejos. Afortunadamente, está recién cobrado mi soborno de seiscientos euros por votar que sí al plan de calidad (sin lugar a dudas, los dos minutos más rentables de toda mi vida, dado que no gané el panel final, aquella vez que fui a concursar, hace años, a un programa de la tele). De pronto, descubro que mi GPS está obsoleto y me arroja por una carretera lamentable, sombría, más tortuosa que una tutoría complicada. Tanto hablar de los interinos que peregrinan de un centro a otro y por fin me toca experimentarlo en mis propias carnes.

¡Ni siquiera había oído el nombre del pueblo antes y me costó trabajo aprender a pronunciarlo! Bueno, miento. Una vez lo vi. Lo leí justo cuando deposité su código en el puesto doscientos de mi lista. Lista, según se ve, que fue tan tenida en cuenta como cuando pedí un caballo de carreras a los Reyes Magos. Por aquel entonces, recibí un monopatín. El parecido entre dicho regalo y mi petición era bastante mayor que la semejanza entre un lugar habitable (y habitado) y este pueblo. Por lo menos tengo dos años para hablaros de él, así que no seáis impacientes. Por ahora solo os diré que lo colman unas dos mil personas y que es semejante su número al de las cabras que se comen todas las latas de los alrededores. Eso sí, guardadme el secreto porque esa es la parte que mi madre oculta a sus amigas en la peluquería: para todo el que quiera concederme una permuta, que sepa que es un paraíso perdido hermosísimo, que ahorrará dinero y que despertará literalmente por las mañanas con gallos y con el trinar de los pajaritos. Debí ser albañil o un intelectual de la brocha gorda, especializarme en pintar soldaditos de plomo… Tantos años de trabajo para resultar exiliado de este modo, para terminar incomunicado, en mitad de la montaña, para pasar los ásperos días de diciembre: Madre, ¡manda huevos (porque aquí a veces escasea la comida)! Por lo demás, no me quejo: mi casera es una mujer fabulosa. Los cuatro pisos del municipio que están en disposición de ser alquilados se reparten entre los profesores del centro: aquí tus vecinos son compañeros, hermanos, grandes hermanos... En efecto, es turismo rural en estado puro, convivencia extrema y alcohol en cantidades industriales. Los entretenimientos del sitio conceden un placer poco duradero, pero es bonito. He pasado una tarde entretenida, pero lamento no haber dejado nada por hacer para las próximas seiscientas.

Descubro que hay una vieja piscina y me decido a entrar. Allí se ven un montón de adolescentes que se arrojan a la vez y que parecen estar a punto de matarse en cada incursión en el agua. No hay socorrista y yo no estoy de servicio. Si sucede un accidente, tendremos entierro. Catorce personas detrás de un féretro y la calle principal (y casi única) colapsada por el cortejo suponen una imagen mental que me horroriza. ¡Estoy agotado! Y no de andar, precisamente. Lo estoy por haber pasado las noches de todo mi verano rezando. Dios no me escuchó tampoco. El tiempo siguió avanzando y cuando el lector reciba esta desesperanzadora misiva ya habré dado mis primeras tres clases. A duras penas entiendo a mis alumnos, aún: su dicción parece un cuadro de Dalí (o peor aún, aunque no puedo poner ningún ejemplo más rebuscado. Siempre me aburrieron las clases de Arte y como no tengo Internet no puedo citar ningún autor que sea más abstracto, si cabe). Sin embargo, a todo se adapta uno. O eso espero. En cuanto escuche los gritos en el patio y me vea vestido de luces, todo lo demás se me habrá olvidado. Prefiero no pensarlo. ¿Qué me espera? La incertidumbre devastadora de siempre, supongo. ¿Cuántas veces lloraré esta vez? ¿Aprenderán algo? ¿Se enamorará alguna chica de mí? ¿Me interpondrán alguna querella? ¿Adquiriré mi propia ganadería o me afiliaré a un sindicato? Si sois padres, dadles caña a vuestros hijos. Si sois profesores, tened muchísima suerte. Y si por casualidad esto lo lee algún alumno… que conste que era broma lo de antes. ¿Cómo va a llorar un profesor? ¡Estaba de cachondeo!