miércoles, 3 de diciembre de 2008

Camiones de juguete

Cuando comencé a dar clases, me sentía desprotegido: yo era uno y ellos son muchos. Ahora me ocurre más aún, claro, pero he conseguido, al menos, no sentirme tan solo. Ya no me quejo tanto, ni me siento una víctima, sino un verdugo. Francisco pulverizó el récord de expulsiones del Centro aquel otoño. Yo sugerí que le regaláramos una tostadora para conmemorarlo, pero la iniciativa no prosperó. Como tutor suyo que fui, hace dos años, me tocó hablar con su madre varias veces. Ella no sabía cómo tratarlo, lo temía, estaba segura de que su hijo consumía drogas y de que vendía maría también a pequeña escala. Fue sincera, directa y no lloró demasiado. Me pidió ayuda y yo me comprometí a hablar con Francisco, aunque pensaba honestamente que eso no ayudaría demasiado. Mi investigación duró un mes. En las guardias de recreo me acercaba y le daba palique. Me costó la vida propia conseguir que me dedicara unos minutos. Como alumno disruptivo que es (considerado) era muy solicitado por los otros compañeros. De cara al foro, él me hacía un favor a mí, por hablar conmigo. Acepté que no fuera al revés. Finalmente, algo de fútbol sabía, de mayor quería ser camionero, como su padre, y le gustaba muchísimo un pequeño pueblo de la sierra de Huelva de donde era natural su abuela. “¡Necesito más datos!”, pensaba. Eso me dije. Siempre. Y así fue… hasta que descubrí lo que realmente le quitaba el sueño y las ganas de estudiar. Su padre había transportado mercancía quince años y ese curro le duró hasta que los maderos descubrieron que no eran fresas lo que llevaba dentro. Fue encarcelado, unos meses, tiempo suficiente para hacerse adicto a la carga que él mismo había transportado anteriormente. Al salir, su carácter había cambiado: más de una vez colocó sobre su mujer algún golpe e hizo llorar a su hijo. Un buen día, se separaron. Inicialmente a Francisco le tocó vivir los trámites legales, juicios, abogados que no dejaban de preguntarle cosas absurdas y el agobio de los profesores que querían conocer cada día cómo se sentía. Luego, llegó lo peor. Todo el mundo olvidó lo que estaba pasando y comenzaron a reprocharle su actitud con acritud. De preguntarle con demasiada frecuencia cómo se sentía pasamos a todo lo contrario.

Pero su padre cambió de nuevo. Ingresó en una clínica de desintoxicación, estuvo ausente del pueblo algún tiempo… y se olvidó de que tenía un hijo. En palabras de Francisco, dejó de quererlo. Él se sentía fatal. Echaba de menos a su padre. Tenía ganas de montar en el camión, de pasear por medio mundo, de escuchar miles de historias sobre países muy lejanos. Es mayor; Francisco es un tipo duro, pero echaba de menos quedarse dormido en el sofá, tras haber escuchado batallitas, visto un partido de fútbol con su padre y haber devorado una pizza carbonara. Podría decir que Francisco lloró desconsoladamente contándome todo esto, pero no sería cierto. Sospecho que, a pesar de tener quince años, cuando lo conocí ya había agotado todas sus lágrimas.

Tras varias semanas de incertidumbres, logré quedar con él. El padre de Francisco tiene una cobra tatuada en su brazo derecho. Parece un macarra trasnochado y arquetípico. Los ojos los tiene apagados y alguien parece haber detenido las cenizas de un cigarro sobre sus cuerdas vocales. Le conté grano a grano cómo se sentía su hijo. Esperaba de él una respuesta dura, de expresidiario, tenía la seguridad de que iba a decirme que la madre de Francisco debía educarlo, que él ya había hecho bastante aquella madrugada en que lo engendraron en el asiento trasero de un Seat Ibiza. Sin embargo, aquel hombre tan duro sí lloró. No como su hijo. Me miró fijamente y me apretó la mano. “Verá usted, lo he estado pensando… y no deseo que mi hijo Francisco se convierta en alguien como yo. Deseo más que nada en el mundo pasar mi tiempo con él, claro… pero no quiero, bajo ningún concepto, que vuelva a cometer los errores de su padre. Por eso, y a pesar de que me duele muchísimo, intento convivir con él el menor tiempo posible, porque no quiero que vea el monstruo en que se ha convertido su padre”.