sábado, 20 de diciembre de 2008

Cuento de Navidad

Los que dominan el arte de leer las runas, aquellos que son capaces de seguir pisadas en la nieve, un pastor especialista en guiarse por olores, la chica del cántaro que había tenido aquel arcano sueño, entre todos ellos me contaron esta historia. Lo sé: tal vez no sea cierta, pero puede serlo. En cualquier caso, en algunos momentos, podría decirse que eso no importa demasiado.

Nacho había enseñado un villancico y los alumnos de primero adornaban con la flauta todo el Centro. Rosa se encargó del belén. Muchos, al fin y al cabo, jamás verían uno en sus casas. Cristina escogió el mejor relato y alguien le regaló un juego con bolígrafos y lápices al ganador del concurso. Al mozo no le hizo demasiada ilusión, a pesar de que estábamos en el último día escolar del año, y de que eso siempre predispone a sonreír. Faltaban muchos, suele ocurrir. Al fin y al cabo, las notas se daría al siguiente día y ya nadie se jugaba nada y todas las clases jugaban a algo. En la sala de profesores, una botella de anís nos recordaba, junto a la fuente de agua, que nos encontrábamos en un día señalado. El brillo achispado de los ojos de muchos de los presentes traslucía que todo iba bien, que nada podría romper esa calma, a pesar de los gritos de algún aula, a pesar de las carreras por los pasillos, del ardor excesivo y excelso de muchos estudiantes.

De pronto, se abrió la puerta. Afuera seguía cayendo agua-nieve y el puerto próximo pronto exigiría cadenas. Ella hizo su aparición y la conserje fue a recibirla corriendo, por encontrarse empapada. “¿Le traigo una manta? ¿Algo de abrigo? ¿Se encuentra bien?”. Pero ni se movía. Este nuevo personaje tenía la mente perdida y seca. Ambas, la conserje y ella, se conocían del pueblo, alguna que otra vez, algún día cinco, se habían cruzado saludos entre los puestos del mercadillo, buscando ropas de bebé o algún que otro artilugio para preparar la bechamel. La señora del tembleque enfermizo era madre de dos alumnos del Centro. Con frecuencia, se había escuchado en las juntas de evaluación que su marido no la trataba demasiado bien. No obstante, sus zagales eran adolescentes de trato fácil, de mirada activa y actitud dócil, a pesar del infierno al que su madre estaba condenada a perpetuidad. La Navidad… es la familia. Como causa y conclusión, esta es una época dura para todos aquellos que no la poseen, que la tienen rota, que no encuentran una lumbre común sobre la que compartir sus manos.

Poco a poco muchos profesores fueron acercándose. Sus rostros desprendían gozo, ilusión, casi todos se habían contagiado del regusto melindroso de los polvorones que los alumnos de cuarto nos habían vendido para costear su viaje estival. Incluso Nicolás, conocido por todos por tener una voluntad indomeñable, por su mala follá, había relajado su semblante. Un profesor musulmán, seguidor estricto de las directrices de Mahoma, también brindaba con mosto y traducía chistes de su tierra en los que los cristianos éramos malos y tontos. Sin embargo, la aureola trémula de todos se convertía en rescoldos cuando veían a la madre de los Téllez desplomada sobre los hombros de nuestra conserje.

A pesar de las palabras de Mari Sol, esta no dejaba de llorar. No articulaba palabra alguna porque, desde antiguo, llorar y hablar no han sido nunca acciones demasiado compatibles en esta región. Por ello, todos trataban de animarla con acciones de lo más variopintas y contradictorias, de hecho. Elena consideraba que lo mejor era abrazarla, Andrés estaba preocupado por la falta de aire, Ascensión fue por un poco de agua, Desireé impidió que ningún alumno se acercara. Diego fue a avisar a sus hijos y aguardó con ellos en su despacho hasta que llegara el momento más adecuado para que estos vieran a su madre. Tras media hora de tempo lento, de tensión inenarrable, tras media hora de muchos llantos y ningún cambio, la madre de los Téllez fue capaz de contener el balanceo espasmódico de su cuerpo y de hablar.

-“Creo que he matado a mi marido”, dijo al fin.