Soy un cotilla. Si conservo algún lector, quedaría mejor con ellos si dijera ahora mismo que me preocupo por mis alumnos. Mi inspector, apoyado en su poltrona funcionarial, al que he convertido ya en un personaje más de este relato, mientras toma café tranquilamente y lee como cada martes mi columna en EL MUNDO, se relamería de gusto si yo le diera a esta práctica una explicación pedagógica… pero no la hay. Simplemente, soy un cotilla: ¿contentos? Después de haberles mandado una actividad para buscar información en Internet, me acerqué a sus ordenadores y me puse a comprobar qué palabras habían estado buscando en Google mientras, supuestamente, debían estar haciendo lo que yo les había mandado hacer. Soy un cotilla, lo sé (no tengo excusa). Eso sí, gracias a mis vicios, les puedo exponer ahora los resultados de mis pesquisas: en dos ordenadores habían intentado buscar pornografía. Otros dos chicos habían estado mirando fotos de luchadores de Pressing Catch. Otro rebuscó páginas web de marihuana para conocer cuál era el récord mundial de altura (y no me refiero a la especialidad deportiva). De todas formas, todo esto me resultó obvio. Sin embargo, alguien había buscado la palabra “SIDA” y eso sí me preocupó bastante. Lo constaté. Había estado rebuscando páginas, bastantes páginas, muchas páginas sobre dicho tema. ¿A santo de qué?
¿Cómo puedes acercarte a una alumna de catorce años para preguntarle si cree tener SIDA? ¿Cómo se le pide a una persona que te considera su enemigo, que se duerme en tus clases, que se está intentando rebelar contra ti, que te abra su corazón, que te explique lo que está viviendo, que te hable de por qué está tan preocupada, últimamente? Sé quién se sentó en ese ordenador y todos mis prejuicios me hacen reafirmar que mi memoria no falla. Repetidora, muy delgada, es frecuente verla en malas compañías, lejos de las bibliotecas, frecuentando callejones por la noche. Sí, ¡es ella! Como sé que debo hacer algo, opto por actuar de la forma más ruin que se me ocurre. Utilizo una de mis clases, saco el tema y empleo una pregunta de uno de los chicos como pretexto para soltarles la charla sobre el SIDA. Les cuento cómo se contrae, en qué consiste, qué se puede hacer para evitar caer enfermos. No dejo de mirarla, mientras hablo. Ella piensa que es casual: no sabe, no piensa, se echa a llorar.
En mi despacho, en una guardia, compruebo que se ha mordido las uñas demasiado. No me fija los ojos en mis ojos. Me sería más fácil hacer hablar con fluidez a un gato de porcelana, por eso sé que necesito un golpe de efecto. –“Sara, ¿te apetece un cigarro?”, le pregunto, y ella se extraña, primero, y luego se espanta. Me dice que “no” (contaba con ello), pero creo haber ganado con la pregunta diez centímetros de confianza. Lo aprovecho y comienzo a introducirla en la conversación que yo deseo.
La clave de todo está en que ella tiene catorce años. Supongo que eso explica que le llamara tanto la atención lo que le contaron sus amigas de un chico que vive a catorce kilómetros del pueblo. Ese chico tiene SIDA, o eso se dice de él. A ella, aunque no me lo explica con estas palabras, le fascina la idea de que alguien tan joven pueda estar sentenciado ya. Ese chico es cruel, desagradable, parece haber vivido catorce vidas, aunque solo tiene veintidós. Años. Pocos años le quedan, según la leyenda. Cayó en sus brazos y, como tantas otras veces, mantuvo relaciones sexuales. Con catorce años, pero sin preservativo, Sara se dejó llevar por/con el joven en su coche. Me aterran las cosas que atenazan mi mente, mientras ella me explica con frialdad cómo sucedió. No hay amor en su mirada y tampoco deseo. Se siente fascinada. En cierto modo, el terror por poder estar infectada la hace sentirse especial, la hace sentirse más viva que cuando estaba segura de estar sana. Sus padres la tratan todavía como una niña, porque es una niña. Eso a ella la enferma. Tener una enfermedad tan adulta podría hacerla convertirse en un mito: la gente hablaría de ella, le harían caso por fin. Los chicos la mirarían, verían en sus ojos cierto halo de misterio, sentirían miedo de ella, la mirarían con compasión, la mirarían con-pasión. –“Maestro, ¿tú crees que tengo el SIDA?”, me dice. Y me dejo llevar y me da la sensación de que soy yo el que necesita el cigarrillo.