viernes, 9 de mayo de 2008

Mesón Casa Diego

Estoy enfadado. Acabo de salir de una entrevista con un padre. Lo miré y, desde el primer instante en el que lo tuve delante, encontré en mi interior la absoluta certeza de que ese tipejo deseaba gresca. En las entrevistas pasa algo semejante a lo de ciertos bares de carretera (en los que reconozco no haber estado jamás y de los que tengo referencias por algún que otro libro y, ante todo, por muchas películas). Allí el primer golpe se asesta con una mirada. Este hombre me lo hizo igual. Y todo comenzó por algo tan antiguo como… podría decirse que es tan antiguo como el propio hombre. La historia se remonta a los albores de la humanidad, si no antes. Ya, lo sé: no está documentado. Y no se puede documentar, porque creo que las chuletas se inventaron antes que los exámenes, antes que la escritura, incluso; allá por el magma o el día primero. No obstante, a pesar de su longevidad, nunca han gozado de buena fama. Con ellas pasa algo semejante a lo con las flatulencias y con otras secreciones humanas, voluntarias e involuntarias. Todo el mundo afirma no haberlo hecho jamás y casi todo el mundo es culpable, por el contrario. En cierta ocasión, se me ocurrió la feliz idea de ofrecer dos puntos más en un examen a todos aquellos alumnos que se levantaran y que pusieran sobre mi mesa alguna chuleta. Media clase contribuyó a la irrupción de lo que pronto vendrá a ser El Museo Nacional de la Chuleta, del que me ofrezco a ser director, a cambio de una reducción en mi horario lectivo. Propongo instituirlo, al estilo Almagro, en algún lugar donde sean ilustres los asadores (quizá Salteras, quizá junto a Itálica… y así nos ahorramos una taquilla). Total, otra opción es revitalizar algún pueblo perdido en el mapa, alguno de esos poblachos que no tienen nada que contar o que ofrecer: seguro que vendrían japoneses, gente de todos los confines del mundo, para hacerse fotos junto a un “cambiazo” o frente a la “chuleta más grande del mundo”.

Lo malo de tener un torrente de ideas tan abrupto, como el que te aporta esta profesión, es que a veces no doy pie con bola y dejo los temas a la mitad: estaba hablando del papá ese. Ese papá quería tema y estaba indignado porque su hijo se iba expulsado. Su hijito del alma se había dedicado a potenciar el mecenazgo del conocimiento efímero (y clandestino): se había convertido en camello de la proteína. No contento con hacer chuletas, se había dedicado a confeccionarlas con el ordenador y a venderlas a cincuenta céntimos el corte. Supuestamente se había ganado a nuestra costa unos treinta euros, o eso reza la leyenda. Claro está, eso el papá no lo veía motivo suficiente para una expulsión. Supongo que por eso, o porque es un bobo supino, me preguntó (oh, ¡qué ironía tan selecta!) si conocía la estadística de cuántos profesores habían llegado hasta las aulas haciendo chuletas. Yo, por supuesto, en un ataque de gallardía y de cinismo, me indigné muchísimo y repuse que todos hemos sido excelentes estudiantes y que a ninguno de nosotros nos ha hecho falta una treta tan burda. Lo admito, mentí. No obstante, temo que una estadística al respecto arrojaría unos datos más falsos que el cuadro de Munch que tengo colgado en mi habitación.

Casi siempre me sucede, cuando hablo con papás, que se me ocurre una respuesta ingeniosa (mucho mejor que la que he dado) cuando ya es tarde, cuando me encuentro haciendo otra cosa (o no haciendo nada, que viene a ser mi pasatiempo favorito de un tiempo a esta parte). Total, que estaba yo poniendo la colada y me di cuenta de que sí se está produciendo un cambio sustancial. Antes, cuando un alumno copiaba, tenía la conciencia sucia, estaba convencido de que hacía algo malo. Si un profesor confiscaba una chuleta, el estudiante se quedaba pálido y no levantaba la cabeza del folio en cuatro o cinco años. Por el contrario, ahora te contestan, se indignan contigo: “Maestro, ¡si yo solo lo he utilizado en una pregunta! ¿Cómo se te ocurre quitarme el examen?”. ¡Grotesco! Ahora lo haces con toda la sutileza, delicadeza, lisonjas imaginables: “Disculpe, no quiero desconfiar de usted, pero…”. Y se rebotan. Y los padres, lo ven normal. “Pobrecito, eso lo hacen todos, pero mi hijo es más torpe, le falta experiencia”, me dijo una vez una madre. ¿Tan difícil de entender es que si te saltas un stop y te pillan, te han pillado? La culpa ha muerto. Parece que fuera traumatizante hacer que los chicos se sientan culpables por algo. Si son culpables, que se sientan culpables, [taco].