Cada vez me llevo peor con las fiestas de los pueblos. Cuatro casetas y cinco personas en cada una, hacen un total de veinte personas. Más o menos ese es el cómputo. Más o menos: soy de letras y estaba medio borracho. Por ende, viví la fiesta intensamente porque aliciente adicional no hay. Allá donde la diversión se mide de forma inversamente proporcional a la precisión de la micción, te encuentras ante una fiesta popular. ¿Qué hace un ilustre licenciado como yo en un lugar como este? Es jueves, trabajo aquí, todos los lugareños hablan maravillas de las virtudes de la feria del pueblo de al lado y yo he recibido una invitación de tres o cuatro interinos del centro. No echaban nada en la tele, no tengo ganas de comenzar otro libro. No tenía nada que perder, claro: pensé que podría ser estimulante, un ejercicio sociológico de gran alcance. Total, que cuando menos me lo esperaba, imbuida por un comentario de una de mis compañeras, al escuchar mi apellido, la gitana del lazo azul viene y se pega a mí. Me pregunta si soy yo el columnista de EL MUNDO y me siento Paulo Coelho, pero en versión Belén Esteban (por la falta de glamur). ¡Ah, ya! Jamás hablan conmigo los lectores y para una vez que se me acerca una, está ebria y quiere echarme la bronca. Dice que está indignada conmigo porque dediqué una columna a las chuletas y no conté cómo son las que hacen los jóvenes, hoy en día. Dice que tiene curiosidad, que quiere saber si son como cuando ella estudiaba. Dedico esta columna a la gitana del lazo azul y a todas los interinos que, exiliados y al borde de las oposiciones, toman la determinación de salir con los compañeros a la fiesta del pueblo de al lado (la parranda no será gran cosa, pero no se arrepentirán, se lo prometo).
Nuestros alumnos no han evolucionado demasiado. Son bastante primarios y, por lo tanto, creo que la Edad de Oro de las chuletas acabó hace bastante tiempo. Eso sí, las nuevas tecnologías han dado cierto fuste a los cuatro o cinco métodos de siempre. Admito que sigue prevaleciendo el pequeño trozo de papel con texto escrito (a mano u ordenador). Los chicos suelen guardarlos en sudaderas de bolsillo frontal, al estilo canguro. Las chicas optan por la falda, por conservarlas entre las piernas o debajo del culo (si te atreves a mirar allí, te ganas una denuncia por acoso). Abundan también los textos escritos en la mesa y también en las paredes. En cierta ocasión (me quito el sombrero en su honor), un grupo fabricó un mural de “la respiración” y lo pegaron en la pared, antes de un examen mío. Dentro del mismo estaba la vida y obra de Lope de Vega, junto a los ventrículos y aurículas. Admito que no le presté ninguna atención, hasta que la clase no concluyó. No busqué a los culpables, me pareció demasiado original el engaño como para castigarlos. Más burdo sigue siendo el típico cambiazo, esos sí los persigo. Como casi todos decimos qué va a caer, aunque sea grosso modo, ellos utilizan un folio en blanco para introducir muchísima información y lo sacan cuando miramos para otro lado. Ni que decir tiene que esto también se hace en Matemáticas con las fórmulas, pero allí lo que se saca no es el folio que se entrega, sino el que “supuestamente” utilizan de borrador (y que tiene las fórmulas escritas de serie).
Se dice que en la universidad están proliferando los pinganillos, en virtud de los cuales te dictan las respuestas desde el exterior del edificio. Se cuenta que esto se utilizará también en las próximas oposiciones. No obstante, a nuestros institutos todavía no ha llegado y difícilmente llegue. Sí lo han hecho los móviles, claro, que muchas veces dejan encima de la mesa (para mirar la hora, supuestamente). Por el contrario, como mensaje de texto, pueden apuntar fechas y datos difíciles de recordar. De todas formas, la forma más fácil de copiar sigue siendo la mirada hacia el compañero (empollón), con o sin disimulo. Inclusive, en los últimos asientos, es posible charlar un rato, si el profesor no echa demasiada cuenta. Los sitios de la ventana también tienen la ventaja de posibilitar poner papeles auxiliares en la parte exterior del marco, para echarle un ojo desde el asiento (mirada hacia arriba y suspiro). No se puede pasar tampoco por alto el recurso de la chuleta en el estuche (el sesenta por ciento tienen regalo dentro), los datos arañados sobre el bolígrafo y el cuaderno abierto bajo la mesa (parece tosco, pero cuando los pillas te dicen que “se les cayó” y cualquiera los baja del burro). De todas formas, de entre todas, la chuleta que más me gusta encontrar es la tatuada a boli en la mano o sobre el brazo: un clásico que jamás pasa de moda.