domingo, 18 de mayo de 2008

El Profesor Cuyami va a la cárcel

Desconfío. Pienso. Constato hasta tres veces que es realmente mi nombre el que aparece impreso sobre aquel sobre. Sí, no hay duda. Se trata de mí. Es una carta para mí. Mi apellido es inconfundible, el cartero no puede equivocarse, no vive ningún otro Cuyami en la ciudad (al menos, que yo sepa). Repaso mentalmente mi historial de amantes. No tengo conocimiento de que ninguna de ellas pueda ser la causante de… ¡saldré de dudas! Sea quien sea, está en la cárcel. Eso es seguro. Hay mucha gente que está en la cárcel, eso no me extraña, pero no llego a comprender qué puede llevar a alguien así a ponerse en contacto con alguien como yo.


Abro el sobre y libero una interjección insolente porque me había equivocado de lleno (¿qué me llevó a pensar en una amante? ¿Qué afán peliculero me posee?). Tras la apertura, paso una semana entera imaginando cómo será enfrentarme a este momento. Finalmente, tomo el coche y acudo por fin. Me cachean y he de rellenar un sucinto cuestionario. Paso junto a varias celdas habitadas. Nada tienen que ver con las imágenes que aparecen en las películas. Nadie grita. Paso junto a un hombre mayor. Parece estar estudiando. Otro chico está dormido. Otros dos ven la televisión. Me recorre el cuerpo un cruel escalofrío. Jamás había entrado en una cárcel y mis propios prejuicios me carcomen.


¿Han escuchado alguna vez la historia de Luzbel? Sí, lo sé. Suelo deslizar citas bíblicas dentro de mis columnas. Generalmente, no vienen muy al caso, pero lo hago porque necesitaré la asistencia de Dios cuando mi amigo, el Inspector Gadget, intente ajustarme las cuentas. Esta vez, resulta inevitable. También Manuel era el ángel más bello y, de eso, ha pasado a convertirse en... Nada más abrir el sobre, me dirigí al desván de casa. Desempolvé un montón de carpetas hasta que topé con aquel cuaderno del profesor de 1999. Por aquel entonces, él estaba en Segundo de ESO y la ESO se inauguraba, como quien dice. Era un chico... fantástico. Trasmitía una luz impresionante en su mirada. Era el más hermoso, el más noble. Sin embargo, solía sentarse junto a otro chico, llamado Israel, que no poseía ninguna virtud aparente, salvo su exceso de vitalidad. Este segundo, en cierta ocasión, le mostró una pequeña bolsita con dos gramos de polen de marihuana. Le explicó que muchos chicos del Instituto lo vendían. Compraban dos mil pesetas. Consumían la mitad y la otra mitad la revendían recuperando el dinero. No obtenían beneficios, pero sí más droga. Desgraciadamente, Manuel se encaprichó de unas Nike Jordan rojas. Las llevaba su primo y él sentía mucha envida porque por aquel entonces todavía practicaba deporte. La cara de Manuel es diferente, ya no es puro el brillo de sus ojos. Te mira y ve tu dinero, los gatos maúllan a su paso. Para conseguir aquellas zapatillas, solo tuvo que venderle droga a otros cuatro o cinco chavales, pero hipotecó su propia alma. Solo cuatro o cinco. Le sorprendió lo fácil que era el trabajo de camello: cuatro ventas equivalían a un par nuevo de zapatillas, si se buscaba a las víctimas adecuadas. Sus padres no preguntaban y se sorprendía a sí mismo imaginando cómo sería eso de convertirte en tu propio jefe. Los mayores, los profesores, no se enteraban de nada. A la salida del Instituto, en los cambios de clase, en la valla, junto al patio, todo lugar era bueno para potenciar su mercadotecnia. Eran pequeñas cantidades, pequeñas ventas, pero lo llevaron pronto a conseguir notables beneficios. Cuanto mayores eran las ventas, mayor era el beneficio (¡tiene su lógica!). Eso sí, cuando se vio con una suma importante bajo el colchón, dejó de estudiar y trató de conseguir aún más pasta: tanta que la situación se le escapó de las manos con la misma facilidad con que [lo] colocaba la mercancía. Hasta ahí sé. Yo dejé aquel instituto y no volví a verlo en varios años. De hecho, no volví a saber nada de él hasta recibir aquella carta, en la que me pedía que viniera a visitarlo por algo importante.


Manuel me mira. Me siento profundamente incómodo. Me siento terriblemente sucio y tengo la impresión de que me está viendo desnudo. Me pregunto si yo puede evitarlo, quizá. Me pregunto si quiere hablar conmigo para reprocharme cómo terminó su vida o lo sencilla que es la mía, o cómo pude olvidarlo, sin que me costara lo más mínimo conciliar el sueño desde entonces. En su brazo derecho ha tatuado una serpiente y me pregunto a mí mismo si él recordará que en otro tiempo deseaba ser farmacéutico. Estoy desconcertado, realmente. A Manuel le enseñé cuatro o cinco normas ortográficas y salí de su vida, sin tiempo para dejarle demasiada huella. Sin embargo, y tras tantos años, ahora desea hablar conmigo, pero yo no deseo hablar con él.