viernes, 26 de junio de 2009

El triunfo de la mediocridad

Soy consciente de que voy a perder unos cuantos lectores a lo largo de estas líneas. Pese a lo cual, aunque no voy demasiado sobrado de clientela, quiero correr el riesgo de ser políticamente incorrecto, le duela a quien le duela. Me centro: acaba de llegarme el borrador de mi declaración de la Renta y tengo que pagar. Cobro cada mes unos mil ochocientos euros. Estoy exiliado. A pesar de ser un funcionario público de la más alta categoría, mi puesto de trabajo está a más de tres horas de viaje de mi domicilio habitual. Estoy obligado a pagar cuatrocientos euros de alquiler. En Madrid esos gastos sí podría desgravarlos, pero en Andalucía se me considera un privilegiado y no me dan ni un céntimo por ello. Gasto en gasolina todos los meses unos doscientos euros, tampoco por ellos recibo ayuda alguna, y al estar apartado de todo mi mundo mis facturas de teléfono fijo y móvil son altas. Todos esos gastos se los debo a la Administración (también mi alimentación se incrementa: todos sabemos que vivir solo sale proporcionalmente mucho más caro). Teniendo en cuenta cuánto tendría que conducir tuve que comprarme un coche y suelo comer tres veces al día. Al final, si echamos cuentas y sin pagar hipoteca, resulta que me quedan unos quinientos euros para vivir todo el mes. No está mal, ¡Dios me libre! (Hay gente que está peor, lo sé). Pero la Admnistración me tiene fiscalizado y sabe hasta dónde meo.

Estudié catorce años para acceder a la Universidad. En ella cursé cinco cursos en cinco años. Preparé las oposiciones en nueve meses. Pasé ese tiempo levantándome a las cinco y pico de la mañana. Me encerraba a las seis y media en una biblioteca y, en líneas generales, cuando salía de allí era de noche. Nadie me ha regalado nada. Hice un trabajo excelente y conseguí ser funcionario con veinticuatro años. Y ahora, ¿me oyen?, muchas promociones de VPO me niegan una casa porque cobro demasiado. Ahora, a pesar de ser joven, me deniegan las becas y las ayudas de alquiler. ¿Me oyen? ¡Vivo peor que aquellos que se quedaban en la puerta del Instituto fumando porros! ¡Vivo más lejos, tengo menos dinero y encima he de pagarle más a Hacienda, encima he de sufragar el PER y el subsidio de algunas personas que se merecen mi dinero menos que yo! ¡Estoy hasta los mismísimos de pagarle dos años de paro a alguna gente que no quiere trabajar! Los quinientos euros que se ahorran cada mes aquellos jóvenes que reciban una VPO, y que se ganan con un trivial sorteo, yo tardé veinte años en ganarlos… ¡y me costaron cinco dioptrías en cada ojo! No me entiendan mal: creo en la solidaridad y en todas esas cosas bonitas. Soy educador y me dejo la crisma por los demás, pero ¿no les parece un poco fuerte que encima de que tengo poco dinero, habiendo trabajado tanto, deba pagar a Hacienda cuando, en realidad, llevan todo el año quitándome un quince por ciento de mi sueldo cada mes, mientras que muchos otros jóvenes trabajan en negro? Cotizo más y ¿de qué me sirve estar asegurándome el paro si yo jamás he estado ni estaré en el paro? ¿He de pensar en mi jubilación, que tendrá lugar vete tú a saber cuándo? Yo no quiero auto-pagarme el paro porque no corro ese riesgo. Y quiero tener las mismas oportunidades que los jóvenes que han trabajado menos que yo. ¿De qué sirve estudiar tanto si no tengo dinero para pagar una casa, si no puedo escoger dónde quiero vivir, si me deniegan todas las ayudas que mi edad merece?

Y encima has de escuchar cómo todo el mundo te dice que eres afortunado, que tienes privilegios. La suerte no existe. En Andalucía no se prima a la gente brillante (y no lo digo por mí, que conste): se tiene contenta a la gente mediocre. Los jóvenes no saben competir porque no vale la pena competir. Me he privado de muchas fiestas, de mucho alcohol y de todas las drogas, para conseguir todo lo que tengo y, sin embargo, cuando digo en qué pueblo trabajo y cuánto gano por ello, mucha gente se ríe de mí. Todo el mundo piensa que esto está muy bien pagado, pero hay meses que mi banco tirita. “No te gestionas bien”, me dicen. Y yo me río: yo hago las cosas de forma legal y ese pecado siempre te sale caro. Tengo el seguro del coche a mi nombre y no robo el Wifi del vecino (en todo caso, soy yo el vecino al que alguien le está robando el Wifi). Lo dicho: fracasen, no persigan comerse el mundo porque Hacienda te hará encima pagar por ello (pregúntenle a los empresarios que hacen bien su trabajo qué opinan). Haces todo lo que está en tu mano y terminas cenando un sábado en Burger King porque te falta dinero para otra cosa. Hacienda somos todos, dicen. Pero no todos pagamos a Hacienda. Callan.