He visto en la televisión un programa titulado “curso del 63”. Lo emiten en Antena 3 y si les hago publicidad de él es, ni más ni menos, porque creo que plantea un debate muy interesante para todos los docentes. Y también para los no docentes, claro. Se trata de un “Gran Hermano” en el que se toma a lo mejor de cada casa, a veinte alumnos díscolos, ávidos de un poco de disciplina, y se les encierra entre cámaras. Se les impone lo que, se entiende, es el modelo educativo que imperaba en los años sesenta. Se les somete a un control minucioso para ver cómo reaccionan ante lo que sus ¿abuelos? soportaban cuando tenían edad escolar. Por tanto, surgen pronto los primeros conflictos porque estamos ante jóvenes que no tienen nada claro el principio de autoridad y, por ende, presentan también un rechazo absoluto hacia las normas. La disciplina es el motor de la conducta, lo que nos hace prosperar y llegar lejos. Por el contrario, ellos no son capaces de renunciar a lo que creen imprescindible. Se extrae de todo esto que consideran imprescindible, por tanto, todo lo que tienen, pues su capacidad de renuncia se encuentra abolida por los estímulos de la sociedad de consumo. Al no ser capaces de renunciar, pues no están acostumbrados a sufrir, pues se les ha privado de forma sistemática y deliberada de la exposición al dolor, no soportan ningún cambio que no sea manifiesta e inminentemente favorable para ellos. La asunción de los cambios es imprescindible a la hora de crecer y, por tanto, es un eje crucial también en cualquier sistema educativo. Ellos lloran porque les prohíben utilizar un tanga. Se creen malos y poderosos, pero no soportan la vida sin un anillo en la nuca. No soportan los cambios, son frágiles, consustancialmente infelices, inadaptados e inadaptables. Un guiñapo, vaya. Jamás los criticaría, pues no tienen la culpa: son un mero desperdicio del sistema.
Comento con mis allegados, casi a diario, que trabajar en la educación pública te hace escorarte hacia la derecha. Dependerá, eso sí, de tu punto de inicio, que termines siendo más o menos integrista (o que te moderes, si partías desde el polo opuesto). ¿Saben qué opino yo del citado programa? Si les interesa, les diré que difunde una concepción errónea de lo que ha de ser nuestro modelo educativo. Hablo como docente y les digo, como docente, que jamás entregaría mi tiempo a un centro en el que las libertades educativas estuvieran tan restringidas para todos. Los cambios son buenos. El cambio social denota cierta evolución y evolucionar es sano y sabio. Es obvio que si los docentes tuviéramos poder para agredir a los estudiantes, por ejemplo, nuestra labor sería mucho más sencilla. Muchos no llegaríamos a hacerlo, estoy seguro, pero la propia fuerza coercitiva bastaría para doblegar su facultad volitiva. “La amenaza es más fuerte que su ejecución”. Pero eso, y quiero dejarlo bien claro, supone un paso atrás, una negligencia hacia las inmensas posibilidades que nuestra psique nos ofrece. El docente que necesita la fuerza para imponer su criterio es torpe y, como tal, no merece llamarse docente. Eso no quita que, en los casos extremos, necesitamos medidas extremas. Y no las tenemos.
Discutir sobre las diferencias entre el modelo educativo del 63 y la realidad de nuestras aulas de hoy en día, nos llevaría, necesariamente, a redefinir el peso de los límites. El debate sobre los límites es, en educación, El Debate: la clave de todo. La clave de gran parte de nuestros problemas se esconde ahí. Y me preocupa que demasiadas personas creyeran, viendo el programa, que antes estábamos mejor… porque no es así. La libertad de expresión va aparejada a la sociedad adulta a la que se supone que pertenecemos. Ni ahora estamos tan mal, ni antes estábamos tan bien. Tal vez en el punto medio esté la virtud, como siempre, y habría que reflexionar sobre cómo durante un par de décadas (setenta y ochenta) se disfrutó, en opinión de muchos, de ese punto medio. Deberíamos aspirar a reconquistarlo, pues funcionó. Ineludiblemente, hemos de reflexionar también sobre por qué lo perdimos.
Un alumno mío, hace unos años, me dijo “maestro, si abrieran un colegio donde los profesores pudieran pegarle a los alumnos, estoy seguro de que mis viejos me apuntaban. Y habría tortas por entrar”. “Y dentro, también. Por supuesto. Pero yo no trabajaría allí”, le respondí.