miércoles, 11 de noviembre de 2009

Campo de batalla

Cristales rotos. Excrementos próximos. Una valla medio derruida, con grietas y alambres. El suelo es irregular, repleto de baches. Terrizo. Cada bache representa una generación de las que arrastraron sus tobillos entre las alambradas. Más allá, el áspero suelo desgarra las rodillas, te hace plantearte si es una buena opción permanecer de pie. Se muestra un terreno irregular, lejos del cual hay poco desahogo. Desde la base de operaciones hasta la explanada del combate hay unos cien metros en los que impera el vacío legal. No hay minas, pero tampoco asfalto. No hay redes, ni mástiles firmes sobre los que elevar porterías ni ánimos. No describo un campo de batalla, aunque es también un campo de batalla. Así lo recuerda Fátima; allí hizo Educación Física desde que era niña y hasta su segundo de la ESO.


Siguen existiendo rincones donde el tiempo se detuvo de forma desigual para todos. Siguen existiendo institutos sin campos de deporte. Siguen existiendo adolescentes sin campos de baloncesto, sin porterías (ni atadas ni firmes). Sigue habiendo docentes de Educación Física que se la juegan sacando a los alumnos a los campos de deportes locales. ¿Y si algo les pasara por el camino, fuera del IES? ¿Se imaginan de quién sería la culpa? Cierto es que la inmensa mayoría de los centros escolares tienen unas instalaciones dignas, pero sigue habiendo poblaciones marginales y marginadas: en cuatro o cinco rincones hacer deporte supone arriesgar tus tobillos. En muchos sitios no existe un pabellón para burlar la lluvia. Si un año llueve, si llueve mucho, se recluyen en las aulas para memorizar a qué altura están esas porterías que no tienen. ¡Y atrévete a pedir, si no tienes, pelotas! Sin pabellones las programaciones de aula dependen de Pepe el Brujo, de las cábalas y de las cabañuelas. “Niños, haremos deporte si no nieva”. Conseguiremos, de este modo, que los alumnos odien la nieve, además del deporte.


Fátima quiere ser profesora de Educación Física y se pregunta por qué no existen, como en otros países, cintas de correr, bicicletas estáticas, pesas… Se pregunta por qué si un balón se pierde la mitad de las veces terminan pagándolo, en sentido alegórico, aquellos que no tuvieron la culpa. ¿Encargar más? Eso es tan absurdo, a corto plazo, como plantearte una ducha en su pueblo. Allí no había duchas, ni vestuarios. Naces y te mueres con el chándal puesto. Los adolescentes así apestan. Y después, me cuentan, se pasea la Consejera de Educación inaugurando instalaciones que ya llevan funcionando muchísimo tiempo. Instalaciones que no cuentan con salones de acto, que no tienen salas de usos múltiples, donde no se pueden impartir ciertas optativas porque literalmente no hay aulas suficientes. Inauguran tus centros, pero no te preguntan por qué en un edificio nuevo no hay despachos suficientes para todos los departamentos, ni por qué no es viable instalar unas malditas placas de energía solar, aunque pongas tú la mano de obra.


Cada día me ponen más enfermo los políticos. Cada día me indignan más ciertas reformas. ¡Queremos dinero! ¡Necesitamos dinero! ¿Lo tengo que decir más clarito? Muchos niños como Fátima siguen corriendo entre hierros y cristales, en escuelas pobres, de pueblos pobres, a los que no llegan ni siquiera los inspectores. Necesitamos dinero: ¡di-ne-ro! Y siento parecer materialista porque a mí lo que de verdad me gusta es enseñar a leer y a escribir, contarle a los chicos quién fue Lope de Vega y de dónde vienen sus topónimos. Pero no. No. Y no. ¡Necesitamos antes mejorar las instalaciones! Eso sí, lo que más me indigna de todo es que en el fondo de todo está que nadie se termina de tomar en serio nuestro trabajo. Nadie termina de creerse eso de que el deporte hace más feliz a la gente, previniéndola de otros hábitos insanos como son el alcohol y las drogas. Sale más barata la gasolina para cortar la cinta, para poner buena cara en las fotos, que invertir en quien de verdad lo necesita. Los que inauguran las instalaciones deportivas jamás llevarán a sus hijos a jugar en ellas. Hoy por hoy el pádel no existe tan lejos de la capital. “Señora, ¿dónde jugarán los niños cuando llueva? Aquí llueve mucho, señora. ¿Nos puede traer una caja de mercromina y tiritas? No tenemos médicos, ni hospital en el pueblo… ¿nos presta su coche oficial para llevar a los niños al hospital, si se abren la cabeza en un socavón?”.